Una nueva Constitución no solo es el principio del fin para el Gobierno de centro-derecha de Piñera, sino que también es el fin de Chile como lo conocemos
Por Esteban Zapata
Mientras que el socialista Evo Morales renunciaba a la presidencia de Bolivia, el Gobierno de Chile, por medio de su ministro de Interior, anunciaba que se inició el proceso de crear un «congreso constituyente», es decir, los políticos del congreso chileno tienen que redactar una nueva Constitución que esté acorde a los tiempos actuales y generar el «pacto social» que supuestamente pide la gente.
Este anuncio no solo es el principio del fin para el Gobierno de centro-derecha de Piñera, sino que también es el fin de Chile como lo conocemos. La claudicación es total. Todas las ideas que llevaron a la coalición de Chile Vamos a ser elegidos en las urnas el 2017, han sido desechadas para ejecutar el programa político de una masa irracional. Tal como lo dice la televisión y la prensa, es el «pueblo el que manda» y que «en la calle se resuelven los problemas». Es el gobierno de las molotov y de los saqueos, y no de un gobierno democráticamente elegido. Es la oclocracia instalada en Chile, cortesía de la izquierda.
Cuando ocurrió la protesta pseudo-estudiantil del 2011, cuando la izquierda universitaria pedía a gritos «fin al lucro», educación gratuita para las universidades y el fin del modelo de los vouchers, mientras se dañaba los colegios y universidades y se quemaban buses del transporte público, el presidente Piñera, en su primer período, prefirió darles el gusto a los estudiantes. Y en estas semanas, la historia se vuelve a repetir.
Los líderes universitarios del 2011 ahora son políticos de extrema izquierda que crearon las protestas en Chile, manipulando a los chilenos a protestar por el modelo económico «infernal» que creaba la «desigualdad» profunda del país. El cambio que se tenía que hacer, decían, era tener una nueva Constitución y para ello, se necesita una asamblea constituyente que garantice los «derechos sociales» que el «neoliberalismo» no permite. Y Piñera nuevamente otorga y obedece a las demandas que la mayoría de los chilenos no quiere.
Hay que tener presente también que los periodistas mentían descaradamente acerca de los sucesos de los primeros días. Mientras los saqueos seguían ocurriendo, ellos ya llamaban a desechar el modelo para solucionar la «desigualdad» de Chile. Pero el presidente Piñera, que al principio decretó estado de emergencia y toque de queda, dio pie atrás a sus declaraciones de «estamos en guerra», para pedir perdón por no escuchar a la gente. Y la «marcha del millón», que asustó a toda la derecha chilena y latinoamericana y dejó a Piñera con una popularidad cercana al 13 %, solo aceleró el proceso de abandonar sus principios y rendirse a la «realidad» que impone la izquierda: que la gente exige «cambios profundos» al sistema, cambios que implican el fin de un sistema de servicios y libertad de elegir a cambio de uno de dádivas y dependencia estatal.
La realidad es otra, por supuesto. Chile es la envidia de Latinoamérica con altos estándares de vida producto de su sistema de libre mercado y que la izquierda siempre ha querido eliminar. La centro-derecha ha perdido sus convicciones y se ha convertido en títere de la centro-izquierda y la extrema izquierda. Estos no quieren que el congreso cree una nueva constitución sino que sea el «pueblo soberano» la que decida la nueva carta magna. El grito de ellos es claro: «queremos asamblea constituyente». Es probable que si continúan las marchas, el gobierno prefiera escucharlos a ellos y no a la gente que se opone a una nueva Constitución.
Hay que recordar que la Constitución actual de Chile no es la que hizo Pinochet, sino que tiene la firma del expresidente Lagos en un acto que realizó el 2005. Pero el «reductio ad pinochetum» es más fuerte y los extremistas aprovecharon la ignorancia de la gente. La izquierda en sus «cabildos ciudadanos» ha convencido a bastantes personas que las pensiones, los sueldos y las tarifas deben de estar garantizadas en esta nueva constitución y para eso se necesita seguir en las calles y exigir con violencia los supuestos cambios que requiere Chile. Este mensaje llega mejor a las generaciones jóvenes, como lo demuestra la encuesta de la Universidad del Desarrollo, que revela que el 40 % de los jóvenes menores de 30 años avala la violencia y el 90 % de los mayores de 40 años está en contra de esta.
La izquierda nunca ha sido democrática y una vez más se ha demostrado esto con los sucesos de Chile, ya que prefiere armar un caos social para imponer sus ideas que fracasaron a nivel mundial. En los últimos días se ha observado cómo en las calles de ciudades ya existe una especie de dictadura, donde se les ordena a los conductores salir a bailar y atenerse a las consecuencias si no lo hacen (los periodistas condonan estos actos y los denominan «juego pacífico»). Los saqueos e incendios siguen presentes en las «protestas pacíficas y familiares» y se entró directamente en una dinámica subversiva, en donde eliminar el sistema político y económico es la prioridad principal y no importa lo que haya que destruir para obtenerlo. La violencia a estas alturas está totalmente normalizada y los carabineros no pueden hacer nada, sin que se les acuse de «violar los derechos humanos».
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