Los europeos adinerados huyen a sus casas de descanso para escapar del virus, pero diseminan temor y furia

En una pacífica isla frente a la costa francesa del Atlántico, algunos de los residentes locales observaban, cada vez con más temor e ira, las imágenes de París. Cuando comenzaron a correr rumores sobre el cierre nacional inminente con el propósito de cortar de raíz el brote de coronavirus, hordas de parisinos se amontonaron en los trenes, con una que otra tabla para surfear destacando entre la multitud.

No había duda alguna sobre su destino.

“Irresponsable y egoísta”, pensó Cyrille Vartanian, uno de los seis médicos que trabajan en Noirmoutier.

Con tiempo de sobra (París está a unas cinco horas de distancia), un alcalde local, Noël Faucher, comenzó a planear medidas para bloquear el único puente que los une con el continente. Sin embargo, las autoridades nacionales le advirtieron que sería una medida ilegal.

“No pudimos hacer nada, porque las instrucciones no fueron que la gente se quedara en su dirección principal”, recuerda Faucher, quien describe el flujo de fuereños como “una invasión”.

De un día para otro, la población de la isla prácticamente se duplicó a 20.000 personas. Casi dos semanas después de la entrada en vigor del cierre nacional de emergencia el 17 de marzo, en la isla hay 70 casos que podrían ser coronavirus.

En Francia y por toda Europa, los citadinos ricos han abandonado los epicentros de la crisis para dirigirse a sus casas de descanso, donde la proximidad con el mar o las montañas hace más tolerable el encierro y una conexión a internet decente les permite trabajar a distancia. Por desgracia, también generan temor por la posibilidad de que traigan con ellos el virus a regiones donde hay pocos hospitales capaces de lidiar con un aumento repentino de enfermos y porque ponen en mayor riesgo a los residentes locales, entre quienes, por lo regular, hay más ancianos con recursos limitados.

Quizá más que cualquier otra cosa, la huida hacia las casas de descanso ha caldeado los ánimos por algo que la pandemia global hace cada vez más evidente: la creciente brecha entre ricos y pobres. Más que en cualquier otra parte, ese enojo está a flor de piel en Francia, que tiene 3,4 millones de casas de descanso, muchas más que cualquiera de sus vecinos, y cuya política interna ha experimentado gran agitación desde hace algunos años debido al tema de la desigualdad.

A diferencia de la clase que tiene casas de descanso, muchos europeos se enfrentan a la posibilidad de pasar semanas en cuarentena en espacios reducidos. Algunos han sido despedidos, mientras que otros deben seguir trabajando, en ciertos casos con poca protección, en empleos que les pagan poco, como cajeros de supermercados o repartidores, y que involucran contacto con otras personas.

Una calle vacía en la isla francesa de Noirmoutier, el 24 de marzo de 2020. (Dmitry Kostyukov/The New York Times)
Una calle vacía en la isla francesa de Noirmoutier, el 24 de marzo de 2020. (Dmitry Kostyukov/The New York Times)

En un principio, el gobierno francés instó a sus ciudadanos a trabajar desde casa para retardar la diseminación del virus. No obstante, por temor a que algunos se negaran a trabajar debido a los riesgos de salud, Bruno Le Maire, el ministro de Finanzas, exhortó a los empleados que se dedican a “actividades esenciales para el funcionamiento del país a ir a sus lugares de trabajo”.

Según el testimonio tanto de residentes locales como de parisinos que se encuentran en la isla, algunos citadinos se lanzaron a la playa en cuanto llegaron a Noirmoutier. Varias personas los vieron hacer picnics, surfear a vela, trotar y andar en bicicleta. En represalia, más de diez automóviles con placas de París terminaron con los neumáticos pinchados.

“Su conducta es inaceptable”, comentó Frédéric Boucard, ostricultor de 47 años. “Parece que están de vacaciones”.

Otro residente, Claude Gouraud, de 55 años, dijo que deberían “haber bloqueado el puente hace varias semanas”.

En Italia, que en este momento es el país europeo con más infecciones y muertes, muchos residentes del norte, región devastada y la primera en ordenar el cierre de emergencia, huyeron al sur. A pesar de no contar con cifras comprobables, algunos funcionarios del sur creen que las nuevas infecciones se deben a ese flujo del norte. La semana pasada, Ruggero Razza, miembro del consejo regional de Sicilia dedicado al tema de salud, afirmó en la televisión que muchas de las nuevas infecciones en Sicilia (846 tan solo ese día) se debían al flujo de casi 40.000 personas de otras regiones.

En España, José María Aznar, un expresidente, empacó sus maletas y abandonó Madrid el mismo día que la capital cerró las escuelas y universidades para dirigirse a su villa de verano en Marbella, un centro vacacional ubicado en el Mediterráneo que es muy popular entre las celebridades. Esa decisión enfureció a muchos en las redes sociales, donde se multiplicaron las voces que exigían monitorear a Aznar y encerrarlo en su villa.

Otros países, como Bélgica, Noruega y Croacia, prohibieron explícitamente que la gente se desplazara a sus casas de descanso para pasar la cuarentena.

A pesar de que muchos franceses adinerados tienen casas de descanso, lo cual podría aumentar el riesgo de diseminación del virus, el gobierno no ha impuesto límites de acceso a esas casas. De hecho, Francia tiene un largo historial de éxodos de la capital durante periodos de incertidumbre. La élite parisina huyó al campo en el pasado durante los brotes de la peste y el cólera, así como en épocas de conflictos políticos.

“Las élites sociales siempre han tenido un pie en la ciudad y otro en el campo”, explicó Jean Viard, sociólogo del Centro Nacional de Investigación Científica en París. “Salir de la ciudad en época de epidemia siempre ha sido la norma”.

El coronavirus se extiende por Francia de la misma manera en que el reciente movimiento de los chalecos amarillos ha reforzado las divisiones históricas entre París y el resto de la nación, añadió.

En Noirmoutier, el alcalde Faucher comentó que se pregunta si la actitud relajada del gobierno francés con respecto a las casas de descanso refleja un deseo equivocado “de liberar la presión que sufre París”, donde los hospitales están abrumados por el número de pacientes infectados.

Claude Gouraud fuera de su casa en la isla francesa de Noirmoutier. Deberíamos haber bloqueado el puente hace semanas, dijo sobre la entrada de parisinos a la isla. (Dmitry Kostyukov/The New York Times)
Claude Gouraud fuera de su casa en la isla francesa de Noirmoutier. Deberíamos haber bloqueado el puente hace semanas, dijo sobre la entrada de parisinos a la isla. (Dmitry Kostyukov/The New York Times)

El problema es que Noirmoutier no cuenta con instalaciones para tratar enfermedades serias y la unidad de emergencias más cercana está a más de 40 kilómetros de distancia, subrayó.

Aunque Vartanian indicó que es muy pronto para establecer un vínculo directo entre los casos de coronavirus que han aparecido en la isla y los recién llegados, “es bien sabido que el virus no se desplaza por sí mismo, sino con las poblaciones”.

El 16 de marzo, noticias sobre el cierre de emergencia inminente causaron alboroto entre decenas de miles de parisinos. Las estaciones de trenes experimentaron una enorme y repentina ola de salidas, según la empresa ferroviaria nacional de Francia, SNCF.

Se observó a los automovilistas llenar sus vehículos con pertenencias, en especial en las áreas más ricas como el distrito XVI, donde se calcula que entre el 15 y el 20 por ciento de los residentes abandonaron el lugar, señaló la alcaldesa de ese distrito, Danièle Giazzi.

La tensión se sintió especialmente elevada durante los primeros días tras la llegada de los parisinos a la isla.

Los parisinos que no estaban en la playa practicando surf a vela estaban haciendo compras exageradas. En una panadería en un barrio de nombre L’Épine, una parisina abandonó el lugar con veinte baguettes. En un supermercado de productos orgánicos, otro parisino compró muchísima comida orgánica para gato y otro más llenó un carrito con 325 dólares de abarrotes. Los parisinos y los locales pelearon por las verduras frescas entregadas a las 10 de la mañana.

“Atropellaron a mi supervisor de verdura fresca cuando intentaron abrirse camino desde el primer puerro hasta el más grande”, dijo Isis Reininger, gerente del supermercado.

Los ánimos se han calmado gracias a la policía, según Faucher. Un helicóptero hace vuela a poca altura sobre la playa para vigilar que se cumpla una nueva prohibición y reporta a los infractores con los policías que se encuentran en tierra. Los oficiales que patrullan han emitido cincuenta advertencias a gente que no ha respetado las instrucciones de permanecer en casa.

Con informaciòn de The New York Times Company

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