Luego de una desastrosa campaña por Egipto, derrotado en batalla y con la peste diezmando su ejército, el futuro emperador utilizó el arte y la palabra para convencer a todos de haber conseguido una gesta. La historia
Por: Omar López Mato
Cuando Napoleón comenzó su campaña a Egipto, tenía el plan de llegar hasta la India para saquear las posesiones británicas de ultramar. Si bien los franceses ganaron algunas batallas como la de las Pirámides, las tropas de Bonaparte quedaron aisladas del continente después de la derrota marítima en Aboukir. El final de esta campaña fue desastroso y, sin embargo, por su genio, Napoleón salió airoso de la contienda e incrementó su prestigio gracias a la manipulación de los medios, como en el famoso cuadro de Antoine Jean Gros, en el que se ve abrazando a los apestados. Su coraje parecía ser tan grande que asistía a sus soldados sin temer al contagio. Sin embargo, la historia fue muy distinta…
Después de la célebre batalla de las Pirámides en la que el futuro emperador demostró sus dotes de estratega y su capacidad de oratoria (“Soldados, cuarenta siglos os contemplan”…), Napoleón condujo a su ejército a Siria con la intención de destruir al califa Djezzar Pacha y poder allanar su camino hacia la India. A tal fin debía cruzar el desierto de Sinaí y avanzar sobre Jaffa, un puerto estratégico para asegurar las líneas de comunicaciones del ejército francés.
Bonaparte comenzó el asedio a Jaffa el 5 de marzo de 1799. La resistencia de las tropas otomana fue feroz. Al capturar la ciudad, los franceses descubrieron que los defensores eran los mismos soldados turcos que habían liberado semanas antes bajo la promesa de no volver a tomar las armas contra Francia. Por tal razón, a Napoleon no le tembló el pulso al ordenar la ejecución de 2.000 cautivos, además de someter a la ciudad al pillaje y excesos de sus tropas.
En el interín comenzó una epidemia de peste bubónica entre las fuerzas invasoras que ocasionó estragos, a punto tal que Napoleón decidió abandonar el asedio de la fortaleza de Acre y volver al Cairo donde arribó con cinco mil hombres menos.
Allí los médicos franceses Dominique Jean Larrey (1766 – 1842) y René Nicolás Desgenettes (1762 – 1837) organizaron la lucha contra la epidemia. El primero tuvo un vínculo muy estrecho con Napoleón, a quien conoció durante el sitio de Toulon en 1794. Bonaparte sentía gran afecto por él, a punto de dejarle un generoso legado en su herencia con un comentario laudatorio, “Es el hombre más virtuoso que he conocido”.
Fue Larrey quien revolucionó la sanidad militar con el desarrollo de las ambulancias que podían rescatar a los heridos en combate. Su nombre quedó ligado a varias afecciones y procedimientos quirúrgicos como la enfermedad de Larrey (el tétanos), la amputación de Larrey o la operación que lleva su nombre.
En cambio, Desgenettes, un médico con una sólida formación profesional, no se llevaba bien con Napoleón y hasta llegó a enfrentarlo cuando discrepaba con sus órdenes.
Para sostener la moral de la tropa tanto Larrey como Desgenettes, negaron la existencia de la peste bubónica pero tomaron las medidas adecuadas para evitar el contagio. Ellos sabían que la peste no se transmitía de persona a persona (se tardarían décadas aun en saber que lo hacía a través de la picadura de una pulga de la rata). De hecho, Desgenettes llegó a beber del mismo vaso de los afectados para mostrar que la peste no era contagiosa.
Napoleón, por su parte, estaba dispuesto a elevar el espíritu de su ejército. “La protección más segura es el coraje”, declaró. Y para demostrarlo se dirigió al hospital donde estaban todos los apestados y saludó a sus soldados, a los que llamaba por su nombre (Napoleón tenía una memoria extraordinaria). Milagrosamente, no contrajo la enfermedad, aunque sí lo hicieron muchos de sus acompañantes pocos días después.
Esta visita era una mise-en-scène de Bonaparte porque esperar la recuperación de estos enfermos atrasaba sus planes de acción. Para evitar más demoras, le ordenó a Desgenettes que les administrara a los afectados por la peste una sobredosis de morfina a fin de deshacerse de ellos. Desgenettes se negó rotundamente, aduciendo que su deber era preservar la vida de sus pacientes, a lo que Napoleón contestó: “No es así, doctor, su misión es preservar al ejército y acatar mis órdenes”. Visto que Desgenettes no estaba dispuesto a obedecer una orden que iba contra sus principios, Napoleón le ordenó al jefe boticario Royer que procediese a envenenarlos… Si Royer lo hizo, nunca se sabrá, porque esa noche se desató un incendio en el hospital y dos mil soldados murieron entre la enfermedad y las llamas.
Pocos días más tarde, en una reunión en el Cairo, frente a médicos y científicos que participaron de esta expedición, Napoleón exclamó: “La química es la cocina de la medicina”, a lo que Desgenettes preguntó: “¿Y cuál es la cocina de los conquistadores?”
Desgenettes y Larrey volvieron a Francia con Napoleón, que justificó su fracaso por esta epidemia. Larrey, como dijimos, continuó al lado del corso, mientras Desgenettes fue nombrado médico del hospital militar Val-de-Grâce, donde actualmente está el museo del Departamento de Sanidad del Ejército francés. Allí se encuentran los bustos de ambos médicos .
Napoleón supo convertir su derrota en un logro personal y su pérdida en un acto de coraje inmortalizado en un cuadro que Antoine-Jean Gros pintó en 1802. Allí se ve el hospital de campaña situado en una mezquita y en el centro el general, que se pasea entre los enfermos postrados y toca a uno de ellos desafiando el contagio. Atrás de Napoleón está Desgenettes intentando contener la mano del general.
La luz que Gros arroja sobre los moribundos, hace resaltar la figura de Bonaparte, quien como buen estratega y político, distorsiona los acontecimientos en su beneficio, legando a la posteridad una verdad a medias que es casi lo mismo que una mentira…
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