Por: Diego Lopez
La principal fuente de la inseguridad que hoy vivimos es el descuido gubernamental ante el crecimiento del narcotráfico, el cual afecta de diversas formas —directas e indirectas— la seguridad de las personas. El próximo gobierno deberá enfrentarlo con inteligencia y celeridad, si quiere restaurar niveles razonables de tranquilidad.
El impacto del narcotráfico no suele ser visto desde todos sus ángulos. El efecto más visible es la actividad de los sicarios que, con creciente salvajismo y sangre fría, asesinan por encargo a competidores, autoridades y miembros desleales de las organizaciones que los contratan. La extorsión es una consecuencia natural del sicariato, la realidad de homicidios y ataques vandálicos hace creíble la amenaza y fructífero el delito.
Un factor frecuentemente ignorado por los defensores de la legalización de todas las drogas es que bajo los efectos de la cocaína y otras drogas, naturales o sintéticas, se produce en el consumidor una desinhibición de los límites naturales para la violencia extrema, lo que se ve reflejado en la violencia gratuita y salvaje que hoy nos espanta. A esto se añade la capacidad de matar por un celular, para proveer al adicto de los ansiados fondos para comprar más droga.
La suculenta capacidad corruptora del narcotráfico derriba las barreras morales débiles, y apoyándose en la conjunción de estas con la necesidad y los sueldos bajos, se construyen las bases de la impunidad para cualquier delito. Policías, fiscales, jueces, militares, alcaldes, regidores, consejeros regionales, congresistas y otros funcionarios van quedando atrapados en la infame planilla.
La incorporación de sectores rurales a la cadena productiva del narcotráfico, los contrapone a los principios rectores del Estado peruano y al accionar de sus operadores de justicia.
El narcotráfico estimula deliberadamente la conflictividad social por dos claras razones. No desea mayor presencia del Estado en su área de influencia, ni actividades alternativas que puedan encarecer la mano de obra o hacer a la población menos dependiente. Por eso mismo se opone al desarrollo de emprendimientos mineros, energéticos, de hidrocarburos y a la agricultura legal en gran escala. Lo hace financiando a las llamadas “organizaciones sociales”, piedra fundamental de la estrategia destructiva de esa satrapía neoimperialista denominada “Socialismo del siglo XXI”.
Pero además el narcotráfico busca aprovechar cualquier distracción de las fuerzas del orden, por eso apoya económicamente no solo los disturbios, sino actividades subversivas, ya que estas siempre fuerzan al gobierno a destinar temporalmente recursos policiales y militares. Rara vez se presta atención al incremento del riesgo en las quebradas andinas, tradicionalmente tranquilas, generado por el tránsito de mochileros a pie o en motos, armados o con escolta armada, siempre dispuestos a asaltar al turista para proveerse de equipo de montaña.
Como toda actividad económica, el narcotráfico produce el desarrollo de otras actividades delictivas con las que existen sinergias. Generan, además, un riesgo indirecto para la realización de actividades comerciales o profesionales lícitas con desconocidos, que pueden acabar envolviendo a una persona honesta en en un problema penal.
Los resultados en la lucha contra el narcotráfico, pobres en términos absolutos, se ven reflejados en la inseguridad que hoy vivimos, es tarea primordial del próximo gobierno enfrentarlo con eficiencia, para lo que requerirá el respaldo del Poder Legislativo, decisión política, y la capacidad y el conocimiento de sus ministros.
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