Cada mañana al despuntar la luz del sol, Santos Rodríguez riega sus cultivos localizados a pocos metros de su hogar. El ahora agricultor se abre paso entre automóviles que transitan a gran velocidad con personas abordo que se dirigen presurosos a un destino desconocido para él.
Rodríguez no está en una zona rural, sino en medio de la bulliciosa ciudad de Caracas.
Forzados por los altos precios de los alimentos y los bajos salarios en un escenario de alta inflación que condena a millones a vivir en pobreza, muchos venezolanos como Rodríguez tratan de aprovechar casi cualquier espacio, incluso los costados de las grandes avenidas de la capital venezolana, para sembrar hortalizas y verduras.
Con ello Rodríguez, de 38 años, busca que su familia disfrute algunas veces de una ensalada o que sirvan de ingredientes para darle sazón al caldo u otros platos que preparan en su casa.
Otros se han volcado a la siembra para mantenerse ocupados tras quedarse en casa por el cierre de empresas como consecuencia de una cuarentena vigente desde el 16 de marzo por el nuevo coronavirus.
Rodríguez, quien vive junto a su esposa, una hija y dos nietos en un edificio construido por el gobierno socialista en el marco de un programa estatal conocido como “Misión Vivienda”, tuvo la idea de convertir en un huerto las áreas verdes ubicadas a los lados de la avenida Libertador de Caracas, un corredor vial que enlaza el centro con el este de la capital.
En poco tiempo esos terrenos, otrora cubiertos de maleza y basura por la desidia de las autoridades municipales, empezaron a dar frutos.
Ahora Rodríguez cosecha tomate, cebollino, entre otras plantas comestibles, para su familia y por lo general también regala a sus vecinos y a transeúntes, quienes asombrados lo ven recoger su cosecha en una de las avenidas más transitadas del país.
“Si los vecinos se pueden ahorrar algo de real (dinero) regalándoles lo que cosecho, yo feliz ya que por la cuarentena y el coronavirus nos tenemos que ingeniar para producir y comer”, dijo a The Associated Press el también exconductor de un camión que transportaba frutas y hortalizas.
La mayoría de los venezolanos tiene una dieta deficiente, pero a diferencia de años recientes cuando era consecuencia principalmente de la escasez de alimentos básicos, ahora la causa fundamental son los elevados precios que se fijan de acuerdo con su costo en dólares, lo que ha minado el poder de compra de millones de venezolanos.
El sueldo mínimo que devenga la mayoría de los trabajadores es de 1.10 dólares al mes, cuando un tallo de puerro, dependiendo del largo, tiene un costo entre 0.99 a 1.30 dólares.
Los precios de las plantas comestibles también se han disparado por los problemas que enfrentan los productores para trasladar sus cosechas a los centros urbanos por la escasez de combustible pese a que este país sudamericano cuenta con las mayores reservas de petróleo del mundo.
Venezuela ha sido incapaz de refinar los hidrocarburos luego de dos décadas de debacle de la industria petrolera por un ineficiente manejo y corrupción, según los expertos. Ello se ha traducido, además, en un marcado descenso de la producción de hortalizas y verduras, desabastecimiento y una merma de la calidad, ya que a menudo se compran marchitas porque llegan tardíamente a los mercados mayoristas y minoristas.
En el otro extremo de la ciudad, en el barrio pobre de La Dolorita, al este de Caracas, Eulices Cortez, de 47 años, fue más atrevido.
Al principio Cortez fue blanco de burlas de vecinos y familiares cuando hace cinco años tomó la decisión de destinar para la siembra de maíz una ladera de una montaña, localizada a unos 100 metros de su apartamento, un pequeño y único oasis verde rodeado de edificios carcomidos por el tiempo y casuchas construidas muchas de ellas con materiales de desecho como zinc y madera, donde escasea casi a diario el agua.
Con el tiempo Cortez amplió la variedad de sus cultivos, incluyendo plátanos, papayas y frijoles negros, entre otros, al tiempo en que varios de sus familiares se sumaron a labrar la tierra. Parte de la cosecha es para su consumo personal. También regala una porción a sus vecinos.
Pero cuando la producción es abundante suele vender en promedio dos decenas de mazorcas de maíz por un dólar, menos de la mitad de su costo en tiendas minoristas, para atenuar el impacto de la crisis en sus finanzas.
Muchos otros se han volcado a la agricultura urbana en meses recientes por la pandemia, entre ellos Edgar Martínez, de 37 años, junto a su padre Antonio, de 67. Debido a que su labor en una fabrica de bocadillos de masa de trigo se redujo a un día por semanas debido a la cuarentena decreta por el gobierno para frenar los contagios de COVID-19, Edgar ahora dedica seis días a la siembra.
Ahora que se empieza a ver la cosecha de los Martínez, los vecinos y otros miembros de la comunidad se están animando a cultivar la tierra.
“Si no estuviera esta pandemia no hubiésemos metido las manos a la tierra”, dijo Edgar mientras quitaba la maleza a un cultivo de zanahorias en una colina del barrio de Lídice, al extremo oeste de Caracas.
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