Una reflexión sobre la falacia de la ventana rota y la realidad sobre los impuestos
Por: Andrés Cusme Franco
Frédéric Bastiat, un clásico liberal y miembro de la asamblea francesa, nos invitó a reflexionar sobre la falacia de la ventana rota en su famoso ensayo Ce qu’on voit et ce qu’on ne voit pas (Lo que se ve y lo que no se ve). Su propuesta, escrita hace más de 150 años, sigue tan vigente como entonces. Y el ejemplo más claro son los impuestos.
El relato se inicia cuando un joven arroja un ladrillo hacia la panadería de su barrio y rompe una ventana. El panadero sale inmediatamente, pero el joven ya no estaba. En seguida, un grupo de curiosos se reúne a fuera de la panadería para discutir lo sucedido. Algunos audaces concluyen que esto tiene un lado positivo porque algún comerciante de vidrios obtendrá una ganancia.
¿Cuánto ha de costar un nuevo vidrio?, exclama el agredido. Alguien de la multitud se atreve a sugerir 100 pesos —no parece ser una suma significativa—. El mismo individuo agrega que después de todo, si esta clase de vidrios nunca se rompiesen, ¿qué sentido tendría el negocio de una vidriería?
Las personas reunidas continúan conversando sobre las oportunidades que la ventana rota ofrece a la sociedad. Una vez que el vidriero reciba los 100 pesos, puede gastar en nuevas cosas y, por consecuencia, se genera una cadena con infinitos beneficiados.
La ventana rota también representa un gasto inesperado para el panadero. Ahora debe renunciar al traje nuevo para el que había guardado dinero. Por lo tanto, la ganancia que obtiene el vidriero no es otra cosa que la pérdida del sastre. Esto es lo que claramente no vemos.
Lo mismo sucede con la opinión pública cuando le da legitimidad al pago de una cantidad impositiva por parte del Estado. Es posible pensar que aquella recaudación genera bienestar a la comunidad, dado que lo que se ve es solamente la contribución del dinero y la respuesta del Estado por medio de obras y servicios públicos.
Sin embargo, lo que no se ve es que el dinero que los ciudadanos destinamos a los impuestos nos hace intrínsecamente renunciar a algo que deseamos obtener con ese dinero, y los ecuatorianos somos conscientes de esto.
Uno de los tantos impuestos que los ecuatorianos pagamos es por la salida de divisas. Los consumos mayores a cinco mil dólares gravan una tasa del 5 %. Por lo tanto, quienes deseen utilizar su dinero en el exterior deben entregar parte del mismo al Estado ecuatoriano.
La lista es bastante extensa, pues actualmente en el Ecuador se cobran 31 impuestos. Nueve de ellos son cobrados por los gobiernos seccionales y 12 por el SRI. Cinco son recaudos bajo la figura de “contribuciones solidarias”. Los importadores pagan aranceles y el Fodinfa. Además, existen dos aportaciones que no están catalogadas dentro del grupo inicial: seguridad social y utilidades.
Lo que no se ve es lo que los ciudadanos podrían realizar con ese diferencial económico que estamos obligados a dar al Estado. Algunos querrán un traje nuevo, un vehículo o una casa nueva; no lo sabemos con precisión. Lo que sí sabemos es que los tributos al Estado son costos de oportunidad e implican menor satisfacción para los consumidores.
Los impuestos no crean prosperidad, la destruyen. La libertad de elección es la única capaz de generar acciones libres que creen riqueza, y no se necesita un Estado que planifique todo para este fin. Lo fundamental es el respeto a los derechos individuales: la vida, la propiedad privada y la libertad. Nadie debe verse obligado a renunciar a un traje nuevo por reparar una ventana, porque algún individuo benefactor decidió que era mucho mejor tener una ventana rota.
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