El espacio público ha de convertirse en una tierra de nadie donde todos se sientan a salvo. Cuando el Estado se preocupa por mostrarse neutral está asegurando una política en la que impera la libertad.
Por: Ángela Cabrera / Estudiante del último año de Derecho y Relaciones Internacionales en la Universidad Francisco de Vitoria (España). Alumna de la Escuela de Libertad de Civismo. Se ha formado en distintas ramas de la filosofía, especializándose en filosofía política y del derecho.
Todo comenzó a finales de los 60, cuando el mundo entero descansaba después de los años convulsos que se vivieron en el siglo XX y un grupo de estudiantes parisinos se lanzaron a la calle clamando eslóganes tan famosos como el ‘¡prohibido prohibir!’ o el ‘queremos todo, y lo queremos ahora’. No fueron ellos, sin embargo, los que idearon la rebelión. Se comportaron más bien como un cauce que permitió llegar a la opinión pública al movimiento intelectual que se había consolidado en las cátedras universitarias de la época. Exigían, a su modo, libertad frente al exceso de autoritarismo que se estaba adueñando de la vida política, social y económica de entonces. Hasta aquí, todo parece muy razonable, al margen de alguna puntualización. El problema vino después.
Desde aquel momento hasta hoy, la ideología que animaba a estos manifestantes y que les rasgaba las gargantas ha ido permeando la sociedad y conquistando terreno en las mentes de los ciudadanos. En un principio, este ideario decía moverse en el ámbito de la libertad y expresaba de diversas formas aquello que, según su visión, la engrandecía. Sin embargo, el autoritarismo ante el que se sublevaban al inicio penetró poco a poco en sus propias filas y, hoy mismo, nos sorprende ver cómo imponen por la fuerza —la del Estado— sus propias ideas. La recién aprobada Ley de Memoria Histórica constituye un ejemplo de ello.
Es innegable que en España, sin ir más lejos, se está llevando a cabo una guerra cultural. La izquierda lo sabe, y la lucha. La derecha, que en las últimas décadas ha jugado a hacerse la sorda, ahora parece despertar de su sueño de superioridad y se pertrecha cada día con más consciencia para participar en ella. La pregunta es: asumiendo que existe la guerra cultural, ¿puede darse respetando la libertad?
En un artículo anterior, hablábamos de que en política se debe perseguir la concordia. Esta se asegura, según autores como John Rawls o Ronald Dworkin, por la confluencia de dos variables: la neutralidad del Estado y la tolerancia entre los ciudadanos. ¿A qué nos referimos exactamente con neutralidad y tolerancia? Vayamos por partes.
La concordia en política se consigue con la neutralidad del Estado y la tolerancia de los ciudadanos
Cuando se habla de la neutralidad del Estado se está queriendo subrayar el hecho de que los poderes públicos han de actuar con imparcialidad. El gobierno, por ejemplo, no debería desarrollar políticas que favoreciesen a un segmento de la población, dejando aparte, e incluso discriminando, a otros. La tarea de conciliar las diferentes sensibilidades que colorean una sociedad como la nuestra resulta ya lo bastante complicada como para aumentar la tensión entre ellas a través de políticas partidistas. Por poner un ejemplo: si el Estado asume la tarea de asegurar la educación religiosa en la escuela pública, entonces se encontrará en una encrucijada de difícil solución. O bien beneficia a los que profesan una fe determinada, dejando al margen al resto, o bien ofrece la posibilidad de estudiar cualquier confesión, al gusto del consumidor, convirtiendo las salas de profesores en congresos de diálogo interreligioso. Parece que tendría más sentido que el Estado quedase fuera de todo esto y se centrase en facilitar el camino para que la sociedad civil (la familia, las asociaciones religiosas, las iglesias…) pudiera satisfacer la dimensión espiritual de los ciudadanos.
Pero no es el Estado el único que debe cumplir sus deberes en una democracia liberal. A los ciudadanos también se les puede y ha de exigir practicar la virtud de la tolerancia, entendida como respetar aquello que no es del gusto de uno. Y esto, a pesar de su connotación negativa, se trata de una virtud necesaria, consistente en saber que, en nuestro día a día, nos cruzaremos con personas con un ideal de vida buena distinto al nuestro y que, en el afán por alcanzar la virtud mínima exigible en sociedad, debemos respetar ese ideal. Lo que no quiere decir, de ninguna manera, que debamos celebrarlo o hacerlo nuestro.
Una vez explicado esto, se comprende mejor que el espacio público ha de convertirse, en el mejor de los sentidos, en una tierra de nadie donde todos se sientan a salvo. Es muy sencillo: cuando el Estado se preocupa por mostrarse neutral está asegurando una política en la que impera la libertad. Sin embargo, cuando este, en cualquiera de sus poderes, se ocupa de la ideologización de lo público, ya sea en las políticas que se diseñan, en las leyes que se aprueban, o en las sentencias que se dictan, entonces se está deslizando hacia el ámbito de la autoridad. Y la historia nos enseña que este movimiento suele terminar en regímenes autoritarios, de un signo o de otro.
En este punto, alguno podría cuestionarse entonces si resulta o no legítimo defender las propias ideas. La respuesta es obvia: por supuesto que sí. Pero no del mismo modo en cualquier lugar. En el espacio público, ha de limitarse al ejemplo personal de cada cual y a la coherencia de los propios actos con aquello que se dice creer, siempre que esta actuación se ajuste a las normas de la democracia. En el espacio privado, y no circunscrito al interior de la propia casa, sino concebido como todos los lugares en los que la sociedad civil se expresa al margen del Estado (los bares, los medios de comunicación privados, las calles, las escuelas privadas, los hogares…), ahí la ideas pueden exponerse con pasión, con libertad, e incluso, con magnanimidad.
Entonces, nos preguntamos de nuevo, ¿puede darse la guerra cultural respetando la libertad? No y sí. No, si la entendemos como una toma de las instituciones públicas para que hagan propaganda de nuestras propias ideas. Sí, si abrazamos la libertad incluso en la batalla. Sí, si establecemos, como se hacía en la guerra clásica, unas reglas del juego que se dirijan a preservar la democracia. Y esta exige neutralidad. Sí, si nos decidimos de una vez por todas a abandonar la bajeza en el ataque. Lo que, por otra parte, constituye una muestra de inseguridad y de falta de fe en lo que uno defiende. Como decía un gran autor africano: “La verdad es como un león. No necesitas defenderla. Solo suéltala. Se defenderá a sí misma”. Se llamaba Agustín de Hipona.
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