Creemos que la observancia de las leyes del Antiguo Testamento sobre el guardar el día de reposo (Sabbath) son ceremoniales y no aspectos morales de la ley.
Como tal, ya no está en vigencia, sino que ha dejado de existir con el sistema sacrificatorio, el sacerdocio Levítico, y todos los demás aspectos de la Ley de Moisés que eran figuras que anunciaban con antelación a Cristo.
Aquí están las razones por las que mantenemos este punto de vista:
En Colosenses 2:16-17, Pablo explícitamente se refiere al sábado como una sombra de Cristo, lo cual es ya no es obligatorio puesto que la sustancia (Cristo) ha venido.
Es realmente claro en esos versos que el día de reposo semanal está incluido, con la frase “o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o días de reposo” refiriéndose a los días santos anuales, mensuales, y semanales del calendario judío (cf. 1 Crónicas 23:31; 2 Crónicas 2:4; 31:3; Ezequiel 45:17; Oseas 2:11).
El día de reposo era la señal para Israel del Pacto Mosaico (Éxodo 31:16-17; Ezequiel 20:12; Nehemías 9:14).
Puesto que estamos ahora bajo el Nuevo Pacto (Hebreos 8:7-13), ya no estamos obligados a observar la señal del Pacto Mosaico.
El Nuevo Testamento nunca ordena a los cristianos que observen el día de reposo. Por otra parte, cada uno de los otros nueve mandamientos son reiterados en el Nuevo Testamento.
En nuestro único destello de un servicio de adoración de la iglesia temprana en el Nuevo Testamento, la iglesia se reunía en el primer día de la semana (Hechos 20:7).
En ninguna parte del Antiguo Testamento se les ordena a las naciones gentiles a observar el día de reposo o se les condena para no guardarlo.
Esto es extraño si la observancia del día de reposo se pretendiera que fuese un principio moral eterno.
No hay evidencia en la Biblia de alguien guardando el día de reposo antes del tiempo de Moisés, ni hay algún mandato en la Biblia de guardar el sábado antes de que se diera la ley en el Monte Sinaí.
Cuando los Apóstoles se reunieron en el concilio de Jerusalén (Hechos 15), no impusieron guardar el día de reposo en los creyentes gentiles.
El apóstol Pablo advirtió a los gentiles sobre muchos pecados diferentes en sus epístolas, pero quebrantar el día de reposo no está nunca incluido entre ellos.
En Gálatas 4:10-11, Pablo reprende a los Gálatas por pensar que Dios esperaba que ellos observara los días especiales (incluyendo el día de reposo).
En Romanos 14:5, Pablo prohíbe a aquellos que observaban el día de reposo (éstos sin duda eran creyentes judíos) por condenar a aquellos que no lo guardaban (creyentes gentiles).
Los padres de la iglesia primitiva, desde Ignacio hasta Agustín, enseñaron que el día de reposo del Antiguo Testamento había estado abolido y que el primer día de la semana (domingo) era el día cuando los cristianos deberían reunirse para adorar (contrario a las afirmaciones de muchos sabatistas del séptimo día que afirman que el culto dominical no fue instituido hasta el siglo cuarto).
El domingo no ha reemplazado el sábado como el día de reposo. Más bien el Día del Señor es un tiempo cuando los creyentes se reúnen para conmemorar Su resurrección, lo cual ocurrió en el primer día de la semana.
Todos los días para el creyente es un día de reposo, puesto que ha cesado nuestra labor espiritual y estamos descansando en la salvación del Señor (Hebreos 4:9-11).
Así es que mientras todavía seguimos el patrón de designar un día de la semana un día en que el pueblo del Señor se reúne en adoración, no nos referimos a ello como “el día de reposo”.
Juan Calvino tomó una posición similar. Él escribió:
Hubo tres razones para dar este [cuarto] mandamiento:
Primero, con el séptimo día de reposo el Señor deseaba darle al pueblo de Israel una imagen de reposo espiritual, por medio del cual los creyentes debían cesar de sus obras para dejar al Señor trabajar en ellos.
En segundo lugar, Él deseaba que hubiera un día establecido en el cual los creyentes podrían reunirse para oír sus Leyes y adorarle.
En tercer lugar, Él quería que un día de descanso se les concediera a los sirvientes y a aquellos que viven bajo el poder de otros a fin de que pudieran tener un descanso de su trabajo. Lo último, sin embargo, es más bien deducible que una razón principal.
En lo que se refiere a la primera razón, no hay duda que cesó en Cristo; porque Él es la verdad por la presencia de la cual todas las imágenes desaparecen. Él es la realidad de cuyo advenimiento todas las sombras se disipan.
Por ello San Pablo (Col. 2:17) que el sábado ha sido una sombra de una realidad que aún es. Y él declara en otro lugar su verdad cuándo en la carta a los romanos, cap. 6:8, él nos enseña que estamos sepultados con Cristo con el propósito de que mediante su muerte que pudiésemos morir a la corrupción de nuestra carne.
Y esto no se hace en un día, sino durante todo el curso de nuestra vida, hasta que muramos por completo, podemos llenarnos de la vida de Dios. Por lo tanto, la observancia supersticiosa de días debe quedar lejos de los cristianos.
Las dos últimas razones, sin embargo, no deben ser contadas entre las sombras de lo antiguo. Más bien, son igualmente válidas para todas las edades.
Por lo tanto, aunque el sábado es abrogado, ocurre que entre nosotros todavía nos reunimos en asamblea en ciertos días para escuchar la Palabra de Dios, para el rompimiento del pan (místico) de la Cena, y ofrecer oraciones públicas; y, además, con el fin de que cierto descanso de su trabajo sea dado a los sirvientes y a los obreros.
Como nuestra debilidad humana no permite tales asambleas a reunirnos todos los días, el día observado por los judíos ha sido substraído (como un buen dispositivo para eliminar la superstición) y otro día ha ido destinado para este uso. Esto fue necesario para asegurar y mantener el orden y la paz en la Iglesia.
Por consiguiente al darse la verdad a los judíos bajo una figura, así para nosotros por el contrario la verdad es mostrada sin sombras con el fin, ante todo, de que meditamos toda nuestra vida en un perpetuo sábado de nuestras obras a fin de que el Señor pueda obrar en nosotros por su espíritu; en segundo lugar, para que observemos el orden legítimo de la Iglesia para escuchar la Palabra de Dios, para administrar los sacramentos, y para las oraciones públicas; en tercer lugar, para que no oprimamos inhumanamente con trabajo a aquellos que nos están sujetos.
Con información de Pulpit Magazine.
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