Biden, año uno: una presidencia con el motor gripado

El presidente ha exhibido una notable incapacidad para desplegar su agenda legislativa, lo que se suma a reveses en política exterior e inmigración

Este jueves se cumple un año desde que Joe Biden pronunciase el solemne juramento como presidente de Estados Unidos frente al edificio del Capitolio, asaltado dos semanas antes por una turba de personas que denunciaban que en las elecciones de noviembre se había cometido un fraude.

Biden llegó a la Casa Blanca en un momento de profunda división nacional que, en buena medida, todavía sigue vigente. Pero al margen de aquel momento histórico, cuyo espantajo han agitado en abundancia los demócratas, conviene hacer balance del primer año de Biden detrás del escritorio Resolute.

El que fuera senador por Delaware comenzó con la promesa de una presidencia de altos vuelos, con un plan que algunos analistas compararon con el New Deal de Franklin Delano Roosevelt. Su proyecto incluía una ambiciosísima agenda económica y social, que suponía disparar el gasto público, pero la debilidad de los demócratas en el Congreso —cuentan con una exigua mayoría en la Cámara de Representantes y con una suerte de empate técnico en el Senado— han echado por tierra estas aspiraciones.

El resultado es una presidencia que no acaba de arrancar y que se resume en un dato: solo el 42% de los ciudadanos aprueba la gestión de Biden, apenas tres puntos más que el dato de Donald Trump en la misma etapa de su legislatura.

Economía

El proyecto de la Casa Blanca de inversión en infraestructuras se cifraba en abril en 2,25 billones de dólares y su plan de ayudas sociales, en 1,8 billones. El primero ha quedado reducido a la mitad, 1,2 billones, y el segundo ha naufragado en el Senado. El motivo, la división en las filas demócratas, personificada en el representante de Virginia Occidental Joe Manchin, que no está dispuesto a aumentar de forma tan drástica el gasto público.

Algunos datos que ayudan a Biden a navegar por este mar de decepción son la firma en marzo de un paquete de estímulo de 1,9 billones de dólares y las buenas cifras de empleo. Los expertos pronosticaban que la tasa de paro rondase el 6% a finales de 2021; la realidad es que está en 3,9%.

Sin embargo, el fantasma de la inflación ronda el gabinete económico del presidente. Lo que parecía una consecuencia temporal y lógica derivada de la pandemia amenaza con perpetuarse más de lo deseado; de momento el indicador marca los mayores niveles en cuarenta años. Desde la Casa Blanca confían que se vaya moderando a lo largo de 2022.

Gestión de la pandemia

En lo que a capear el temporal de la pandemia se refiere, la Administración Biden empezó con buen pie al impulsar la vacunación de muchos millones de ciudadanos. Estados Unidos se posicionó con rapidez y eficacia en el por entonces convulso mercado de vacunas y se aseguró un importante suministro de dosis.

Un año después, no obstante, este éxito se ha ido desinflando no tanto por la capacidad logística de EE.UU., sino por la incapacidad del Gobierno para convencer de que se vacunen a un porcentaje significativo de la población. Así, solo el 63% de los estadounidenses están vacunados con la pauta completa (España, por ejemplo, llega al 80,5% y al 36,29% con tercera dosis).

Y otra derrota reciente. El Tribunal Supremo tumbó la semana pasada el mandato de Biden que obligaba a las empresas de cien empleados o más a vacunar a sus trabajadores. Un revés legal que no dista mucho de los sufridos por el Gobierno español en cuanto a la inconstitucionalidad de los estados de alarma.

Inmigración

La inmigración ha sido otro dolor de cabeza constante para la Administración Biden. De entrada en el Congreso, donde la ley de inmigración propuesta por la Casa Blanca no tiene ninguna perspectiva de ser aprobada, al menos con la actual redacción. El plan contemplaba la regularización de once millones de inmigrantes ilegales.

Pero el problema no se limita a la legalidad, sino que tiene un rostro muy humano. El número de inmigrantes que ha llegado a la frontera con México desde Centroamérica ha ido en escalada desde hace dos años. Hay que remontarse a 2007 para observar una llegada de inmigrantes semejante a la del primer año de Biden en el Despacho Oval. Además, a pesar de las críticas que los demócratas vertieron en su día hacia la política migratoria de Trump, la receta de estos no ha sido muy distinta de la del republicano, con numerosas deportaciones y la petición a los inmigrantes de que «no vinieran» a Estados Unidos. Eso por no hablar de las polémicas imágenes en las que se veía a agentes de la Patrulla Fronteriza persiguiendo a caballo a inmigrantes haitianos para deportarlos.

En la cuestión migratoria, además, es obligado mencionar un nombre propio, el de la vicepresidenta Kamala Harris. La número dos de Biden recibió en encargo directo del mandatario de abordar la crisis, aunque no se desplazó a la frontera hasta seis meses después de jurar el cargo. Al margen de esto, las buenas intenciones que pudiera llevar consigo se toparon rápidamente con la realidad. En junio de 2021, durante una rueda de prensa conjunta con el presidente de Guatemala, uno de los principales países de origen de los inmigrantes que tratan de llegar a Estados Unidos, Harris se mostró contundente: «No vengan», les dijo la vicepresidenta, para advertir acto seguido de que la Administración Biden continuaría «haciendo cumplir sus leyes y asegurando las fronteras».

Para más inri, el papel de Harris puede definirse como el extraño caso de la vicepresidenta menguante. El motivo es que, desde aquella rueda de prensa en junio, la número dos de Biden no ha vuelto a hablar con el presidente guatemalteco. Tampoco con ningún otro alto funcionario estadounidense.

Política exterior

Si miramos fuera de las fronteras estadounidenses, es imperativo comenzar hablando de Afganistán. Naturalmente no se le puede achacar a Biden el fracaso de la OTAN en el país centroasiático por una guerra que ha durado veinte años. El final de la ocupación, sin embargo, sí ha ocurrido durante su guardia, y difícilmente pudo ser más desastrosa.

Para empezar, el presidente dijo en julio que el derrumbamiento del Gobierno afgano y la victoria total de los talibanes era «altamente improbable». A mediados del mes siguiente, sin embargo, Kabul caía en manos de los radicales islámicos. Cabe mencionar, por cierto, que, en las últimas dos décadas, Washington ha invertido más de 83.000 millones de dólares en adiestrar y equipar a las fuerzas armadas afganas, que capitularon en pocas semanas tras la retirada de las tropas internacionales.

Las imágenes de la caótica retirada desde el aeropuerto de Kabul ya son parte de la historia. Una precipitada salida que terminó de la forma más trágica posible, con el atentado del 26 de agosto en las inmediaciones del aeródromo, que dejó 183 muertos, incluidos 13 soldados estadounidenses. Fue el día con más bajas para Washington en veinte años de guerra.

En lo que toca a sus aliados, la llegada de Biden a la presidencia se presentaba como la Arcadia feliz en lo tocante a la regeneración de las relaciones con la UE, maltrechas tras el mandato de Trump. La diplomacia de Washington, no obstante, tuvo un tropiezo serio con Francia por la llamada crisis de los submarinos. París llegó a llamar a consultas a los embajadores estadounidense y australiano en protesta por la venta por parte de Washington de varios submarinos nucleares a Canberra. Las cosas llegaron a tal punto que Biden tuvo que disculparse ante Macron de la «torpeza» con la que su Administración llevó todo el proceso.

El objetivo reconciliador sí se logró con Alemania, toda vez que Washington enterró el hacha de guerra sobre el gasoducto Nord Stream 2 y se reconcilió con uno de sus más tradicionales aliados en el tiempo de descuento de la era Merkel.

Y si hablamos de aliados, no se puede pasar por encima de Israel. Después de poner el grito en el cielo por el traslado de la embajada de Tel Aviv a Jerusalén por parte de Trump, la actual Administración no solo no ha hecho cambios al respecto, sino que ha seguido reconociendo a la Ciudad Santa como capital de Israel.

En el otro lado del campo, Rusia y sobre todo China, a quien el director de la CIA nombrado por Biden definió como «la amenaza geopolítica más importante» para EE.UU. en el siglo XXI. Con Moscú las relaciones están en un punto de máxima tensión por el desplazamiento de tropas rusas a la frontera con Ucrania. Con el gigante asiático la situación es algo mejor que durante la era Trump, durante la cual ambos países se declararon una guerra comercial, pero la convivencia dista mucho de ser tranquila.

Elecciones en el horizonte

Por si la incapacidad del presidente para desplegar su agenda legislativa y el resto de reveses referidos arriba no fueran suficientes, puede que esta haya sido la parte ‘fácil’ de la legislatura para Biden. Y es que la sombra de las midterms se cierne sobre los demócratas.

Habitualmente los presidentes cuentan con mayor maniobrabilidad en sus dos primeros años de mandato, antes de las elecciones legislativas o de medio término (noviembre de 2022), que tradicionalmente favorecen al partido de la oposición. Si los republicanos reducen la mayoría demócrata en alguna de las cámaras o incluso se hacen con el control, 2023 y 2024 se le pueden hacer muy largos a Joe Biden.

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